El HOMBRE SÍMBOLO
La palabra símbolo proviene del griego “bolon”, del verbo “ballo”, que significa arrojar, “súm.bolon” significa lo arrojado conjuntamente.
Esta asociación proviene de una antigua costumbre semítica e indoeuropea de romper en pedazos una cerámica o un hueso de animal. Este quiebre daba una forma específica de encastre que era imposible de reproducir, y sólo el trozo que encajaba exacto en otro era el que daba cuenta de la contraseña permitiendo al poseedor acceder a determinado lugar (al igual que en la actualidad usamos una contraseña asociada a un nombre para abrir un correo electrónico).
Cada uno de esos trozos se llamaba símbolo.
Esta idea fue utilizada por Platón en “El Banquete” para narrar el mito del hermafrodita originario. Ese hombre primordial tenía 4 brazos, 4 piernas, 2 cabezas, ambos sexos, y era tan orgulloso que no respetaba a los dioses (es decir el plano superior de la existencia). Por tal motivo Zeus lo partió en mitades y desde entonces cada uno de nosotros somos el símbolo de un humano completo, representando por analogía al hombre actual como un ser escindido, símbolo de una perdida totalidad originaria. Pero no es el símbolo la reunión de las partes sino el representante de lo que no se ve.
Por este motivo el pensamiento tradicional entiende el símbolo como una hiero-fanía. “Hiero” significa sagrado, “fanía” significa manifestación, o sea, manifestación de lo sagrado como representación de una realidad que excede lo humano en tanto no ha sido creada por el hombre.
Una de las confusiones occidentales más comunes es la de asimilar símbolo a signo cuando las diferencias son considerables. F. de Saussure -en su lingüística- se ocupó concienzudamente del tema, todo lo cual podemos resumirlo en: el signo denota, el símbolo connota. Es decir, el signo-palabra “cuchara” refiere a un objeto concreto particular perceptible a simple vista, pertenece a una lógica unisémica, alude siempre a una sola cosa. El símbolo en cambio es analógico y polisémico, opera por analogía y refiere a muchas cosas posibles.
Tomemos por ejemplo la imagen de un cielo estrellado.
El unisémico cielo estrellado de la meteorología es sólo un fondo negro con puntos plateados y visibilidad del tanto por ciento. El polisémico cielo estrellado del símbolo -como representación de lo superior, lo trascendente- sobrecoge porque hay allí una experiencia que además de la razón compromete la emoción produciendo una transignificación. El cielo sígnico sigue ahí, pero el simbólico se superpone despertando en nosotros no sabemos precisamente qué, pero un sentimiento que abre una puerta hacia otro plano de significación y alude al misterio de lo que escapa a la comprensión humana.
Merced a esta propiedad analógica el símbolo se convirtió en el lenguaje del pensamiento tradicional, dado que no depende de una convención inherente a una cultura dada sino que está en relación a la analogía de lo que representa.
El corazón por ejemplo, es algo esencial en cualquier ser vivo, distribuye el alimento a todas las células y está ubicado en posición central, por tanto no es necesario que una cultura le trasmita a otra su importancia.
En ese sentido se comprende que distintas tradiciones de distintas épocas utilicen los mismos símbolos y arriben a universos simbólicos semejantes, simplemente porque allí opera la analogía.
El pensamiento analógico es común a todas las tradiciones antiguas e ingresó a Occidente moderno de la mano del hermetismo.
La llamada “mayor matriz de analogías” se halla en la famosa “Tabla de Esmeralda”, atribuida a Hermes Trimegisto y encontrada por Alberto Magno durante la baja Edad Media. Se trata de un texto de apenas 12 renglones, supuestamente egipcio, escrito en griego, traducido al latín, luego al árabe y otra vez al latín, cuyo eje es la Malandrina que dice textualmente: “sicut superius, inferius” (como es arriba es abajo), aludiendo a la correspondencia del macro y el microcosmos.
Hay implícito en él una forma de pensamiento que remite siempre a un universo de niveles en el cual está integrado el hombre, cuya única meta real consiste en transitar el camino de regreso al estado de completud que representaba simbólicamente Platón. Pero ese regreso no se produce por azar ni gracia sino mediante el trabajo sobre sí mismo. La fórmula hermética dice textualmente: “el que se conoce a sí mismo se busca a sí mismo” aludiendo al sentido de completud, aquel que sabe que es más que un cuerpo busca el resto, ese resto es lo escindido de sí tras la simbólica caída del estado primordial de integración.
Este hombre primordial es un elemento simbólico que muchos científicos occidentales han confundido con el hombre primitivo y en consecuencia negado. El problema ha resultado a instancias de mezclar los registros cronológico y jerárquico como si se tratara de lo mismo. El hombre primitivo es cronológico, puede datarse temporalmente en un sitio y tiempo dados acorde tal o cual fósil hallado, el hombre primordial es en cambio jerárquico, un símbolo, una representación de sus potencialidades innatas.
Este hombre primordial está presente en todas las tradiciones y en todas ellas reúne idénticas características: tiene en sí mismo todas las facultades desarrolladas y armonizadas, pudiendo de esta manera tener una visión simultánea y completa de toda la realidad.
En el libro “El puesto del hombre en el cosmos” (1928) Max Scheler dice que preguntándole a un occidental contemporáneo “¿qué es un ser humano?” invariablemente se obtienen tres respuestas: 1- La concepción teológica (una creación de Dios a su imagen y semejanza), 2- la concepción filosófica, (el aristotélico “el hombre es un animal racional”), 3- la concepción darwiniana, (el hombre es una evolución de los primates).
La antigüedad en cambio no tenía separación entre religión, filosofía y ciencia.
“El que se conoce a sí mismo se busca a sí mismo”, alude entonces a aquel hombre que -aún aquí y ahora- tiene la percepción y la decisión de hacer lo necesario para abrir plenamente su emoción, su razón y su instinto, porque un hombre completo es el que está lo suficientemente despierto como para poder ver al mismo tiempo la realidad emocional, instintiva, y práctica.
El hermetismo se propone como camino para lograrlo, pero no mediante la pura fe sino mediante el estudio y la comprensión profunda de las complejas realidades coexistentes en la realidad cotidiana.
En realidad en todas las tradiciones del mundo aparece la misma idea de “camino”, y es que quizá todas tengan la misma raíz. La tradición India lo llama “mārga” (camino), la japonesa “do” (sendero) el budismo “yāna” (vehículo), y Occidente “método” (del griego méthodos, que significa -otra vez- “camino”).
Tenemos entonces que todas las tradiciones hablan de un método, que como tal implica un conocimiento y una práctica, pero en diferendo con nuestra modernidad las doctrinas tradicionales anteponen la acción al conocimiento. No es útil ni válido para ellas lo que nosotros llamamos conocimiento teórico o universitario, allí se trata de poner el cuerpo, comprometerse en la acción para lograr el conocimiento transformador. Como dato revelador de la universalidad de este concepto podemos recordar por ejemplo que el Buda histórico dice que todo es experiencia y la experiencia es algo a lo que sólo puede accederse mediante la práctica de la acción.
Retornando al hermetismo podemos resumir entonces que hermetista es aquel que a través de su práctica sostenida llega a comprender experiencialmente la acción de las energías sutiles sobre lo físico y viceversa.
Elifas Lévi nos cuenta que el juramento mágico que se hace en las órdenes esotéricas es: “interpretaré todo hecho de mi vida como un asunto entre Dios y yo”, lo cual significa que entenderé cada suceso que ocurra en mi vida como una manifestación de algo que el universo está diciéndome a mí. No se rata de solipsismo, los otros existen, pero absolutamente nada de lo que me suceda es culpa de ellos -que están en su propio camino- sino puro diálogo entre el universo y yo. Esta visión tan opuesta a la occidental, incluye como prioritarias las dimensiones de la acción y la responsabilidad.
El filólogo francés Isaac Casobon logró establecer -a principios del siglo XVII- que los textos herméticos fueron escritos durante el siglo II DC, situando la Antigüedad tardía como marco donde surge el hermetismo escrito, no obstante no se ha conseguido rastrear fuera de toda duda el verdadero marco cronológico que dio origen a la visión hermética del mundo, pudiendo apreciarse la tradición egipcia muy claramente en el hermetismo griego, su inserción en el gnosticismo, y su indeleble influencia en el cristianismo originario.
El Renacimiento intentó expandir el hermetismo a todo Occidente, pero las instituciones ortodoxas lo combatieron con fuego y tortura, lo cual forzó a sus practicantes a cerrarse en logias secretas y conservarlo como pensamiento esotérico, es decir hacia adentro de las agrupaciones.
Para Michael Foucault fue el siglo XVII el que dio origen al nacimiento del sujeto escindido en Occidente. Si bien la individualidad naturalmente ya existía como tal y se había manifestado en el sofismo griego, la entronización del individuo aislado en tanto sujeto particular es característica específica de la Modernidad.
Naturalmente no es casual que la Grecia en la que Protágoras enuncia su conocida frase “El hombre es la medida de todas las cosas”, es la que gesta la democracia ateniense -una democracia exclusiva para nobles- cuyo corpus ideático será reeditado en la Modernidad occidental del siglo XVII y reafirmado en la Ilustración del siglo XVIII.
Ese pensamiento es diametralmente diferente del llamado pensamiento tradicional, ya se trate del pensamiento hermético, el pitagórico, el chino, el hindú, el gnóstico, el cabalístico, el alquimístico. Aún exhibiendo diferencias de método entre ellos, todos coinciden en que el hombre es un ser que debe armonizar con un cosmos que no ha creado él, y para lograrlo debe aprender de ese cosmos secretos que no se dan en la inmediatez sino que van transmitiéndose mediante una enseñanza que a partir de la Modernidad es obligada a ocultarse en doctrinas secretas. No se trata de una elección por el oscurantismo, sino de una necesidad frente al momento de la historia de Occidente en que ese pensamiento deja de ser el de la oficialidad académica y científica.
En ese tránsito del pensamiento tradicional al pensamiento occidental moderno se pierde la dimensión simbólica, cuando se pasa de la alquimia a la química no se suma sino que se resta. No se trata de que los alquimistas fueran pésimos químicos que confundían el plomo con la plata sino por el contrario, eran excelentes químicos que -además de conocer las relaciones científicas de los elementos- les reconocían su contenido simbólico.
Cuando estudiaban la plata o el plomo podían experimentar el hecho de que algunos de sus sentimientos fueran sintónicos con una o el otro. La plata portaba en sí la representación simbólica de la Luna y por tanto tenía que ver con todo lo ligero que puede dar movimiento, el plomo en cambio representaba a Saturno, lo pesado, lo denso. Cuando un alquimista trabajaba los elementos, mediante las representaciones simbólicas de cada uno de ellos se estudiaba a sí mismo. Platón lo explica en su “Timeo” diciendo: “hay que partir de la naturaleza del cosmos a la del ser humano, y de la del ser humano a la del cosmos”, lo cual podemos traducir como: estudiando ciertas cosas dentro de uno mismo puede entenderse al cosmos, y entendiendo ciertas cosas del cosmos puede entenderse a uno mismo. “Sicut superius, inferius”, es el principio de analogía.
Hay que agregar aún que para el pensamiento tradicional -al igual que para Carl Jung- los arquetipos existen independientemente del hombre en un nivel energético sutil, el hombre no produce ideas sino que las capta conectándose con ellas. En esta concepción platonismo y hermetismo tienen la misma matriz de pensamiento, por lo cual se habla de platonismo y neoplatonismo como paralelos al hermetismo y gnosticismo.
El Corpus hermeticum, el Génesis, los upanishad, el árbol de la vida, los sefirots, hablan por igual del hombre primordial -el ser humano creado a imagen y semejanza, el Adam Cadmondt- como el ser integrado que posee una dimensión instintiva, una emocional, y una espiritual. En todas las tradiciones el hombre primordial es un paradigma posible hacia el cual hay que tender, un símbolo que nos guía en el camino del conocimiento.
En la antigüedad egipcia se encuentra la palabra “maat”, en la griega “dike”, en la china “tao”, en la americana precolombina “uacampanca”,y globalmente en todos los universos antropológicos culturales premodernos tiene consistencia la idea de un orden cósmico al que ser humano tiene que ajustarse, un universo que no fue creado por el hombre y donde el hombre no es el centro como pretende el Renacimiento.
Dice Eliphas Lévi en el libro “Dogma y ritual de la alta magia”:
“A través del velo de todas las alegorías hieráticas de los antiguos dogmas, a través de las tinieblas y de las bizarras pruebas de todas las iniciaciones, bajo el sello de todas las escrituras sagradas, las ruinas de Nínive o de Tebas, sobre las carcomidas piedras de los antiguos templos y sobre la ennegrecida faz de las esfinges de Asiria o Egipto, en las monstruosas o maravillosas pinturas que traducen para los creyentes las páginas sagradas de los Vedas, en los extraños emblemas de nuestros antiguos libros de alquimia, en las ceremonias de recepción practicadas por todas las sociedades secretas, se encuentran las huellas de una misma doctrina y en todas partes cuidadosamente oculta. La filosofía oculta es la nodriza de todas las religiones, la palanca secreta de todas las fuerzas intelectuales, la llave de todas las oscuridades divinas y la reina absoluta del poder social”.
Elifas Lévi y Papus (maestro de René Guénon) fueron los más importantes exponentes de lo que el siglo XIX llamó “ocultismo”, y por propiedad transitiva “tradición hermética”.
Es destacable el hecho de que este autor expone la misma concepción tradicional que Giordano Bruno, Pico della Mirandola, Marsilio Ficino y Cornelio Agrippa, pero en el siglo XIX. “Dogma y ritual de la alta magia” explica -además de los sistemas de pensamiento tradicional- cómo y por qué la iglesia de Roma persiguió y quemó a “los magos” acotando que:
“Sin embargo, en el fondo de la magia hay ciencia, y un estudio serio de la magia y de la cábala conducirá a los espíritus serios a la conciliación, considerada hasta el presente imposible, entre la ciencia y el dogma, entre la razón y la fe”.
Nos habla también de la tradición hermética y la alquimia como sistemas que han dejado sus huellas en la línea denominada catena aurea (la cadena de oro), que en otras tradiciones se llama simplemente cadena de transmisión. Para Lévi esta cadena se remonta a Hermes como contemporáneo de Moisés, y sigue por Zoroastro, Pitágoras, Platón, Cristo, Apuleyo, para llegar hasta nosotros envuelta en un secreto obligado por el peligro de tortura y muerte en Occidente.
Al respecto es oportuno recordar las palabras de Guénon cuando se preguntaba: “¿qué quedó en Occidente, verdaderamente tradicional? En el catolicismo quedaron los gestos, pero no la transmisión viva, quedaron símbolos, pero no quedó una iniciación viviente”.
En el hermetismo todo es símbolo y analogía, hasta el nombre de su mítico -y simbólico- autor: Hermes Trimegisto, nombre que no perteneció a una persona de carne y hueso sino a una línea iniciática y sincrética de conocimiento.
Hermes era el mensajero dios griego, que los egipcios llamaban Tot y los latinos Mercurio. Tri-megistos significa “el tres veces grande”, etimológica y simbólicamente pariente del “mégistos óphis”, la gran serpiente del Génesis, Mefistófeles para nosotros. Ambos nombres remiten ineludiblemente a polisemias tradicionales a las que se agrega el “Tri” en referencia a la división jerárquica de la cual parte todo sistema de pensamiento tradicional: un universo de tres niveles.
Como curiosidad podemos recordar la confusión que Occidente tiene aún respecto al Edipo de Sófocles, identificando la mencionada esfinge de Tebas con la cronológica esfinge de la cronológica Tebas griega, sin tomar en cuenta que hubo una esfinge egipcia en una Tebas egipcia.
La existencia de estos paralelismos podría confundir razonablemente a un lego, pero nunca a nadie que conozca -aunque sea someramente- los sistemas de pensamiento tradicional.
El dato que aclara de cuál Tebas se trata está en el enigma mismo que la esfinge le plantea a Edipo: “¿cuál es aquel ser, cuya voz es única, que en la mañana tiene cuatro pies, al mediodía tiene dos pies y en el crepúsculo tiene tres pies y cuantos más pies tiene menor es su fuerza vital?” y Edipo responde: “es el hombre”.
Occidente ve allí el signo unisémico y entiende que el hombre camina en cuatro pies cuando es niño y gatea, en dos cuando adulto, y en tres -con bastón- cuando envejece, pero olvida la referencia a la fuerza vital siendo que el niño es el que más tiene y el enigma dice que debería tener menos dado que en ese período sus pies son cuatro.
La respuesta de Edipo alude claramente al simbolismo hermético en el cual el hombre transita desde un inicial estado cuaternario (simbólicamente lo material), hacia la mente dual (la mente escindida), y llega a la transformación que es el tres (la integración del espíritu, la emoción y el instinto).
El hermetismo entonces nos habla analógicamente de un macrocosmos que existe en tres niveles, y un hombre microcósmico que existe en tres niveles.
“El que tiene tres puede ver el tres” dice Hermes, el ser “trino” es completo y puede acceder a la constitución triádica del Universo, porque el que tiene cuerpo, alma y espíritu despiertos, puede ver el cuerpo, el alma y el espíritu del Universo.
Por último, en “La tradición hermética” Evola dice que todas las formas simbólicas del planeta son legados del Hermes Trimegisto egipcio, no del Egipto cronológico histórico sino del Egipto jerárquico mítico que sería el mencionado en el Génesis 6, el cual narra que inmediatamente antes del diluvio universal vinieron los Bene Eloim -hijos de Eloim, es decir ángeles- con un objetivo que olvidaron al enamorarse de las hijas del hombre, y decidieron quedarse a hacer el amor con ellas.
El libro de Enoc también refiere esta idea de “ángeles caídos”, y Hermes Trismegisto -en su carácter de “intermediario”- sería el equivalente pagano de lo que en el semitismo son los ángeles. Podríamos asimilarlo también al Eros de “El Banquete” de Platón, intermediario que une los tres mundos,
Podríamos quedarnos entonces con la idea de que el conocimiento del símbolo nos fue dado por aquellos que vinieron a nuestro mundo, y les gustamos tanto que se quedaron para amar y recordarnos que nosotros mismos somos un símbolo, y poseemos en nosotros mismos el súm.bolom -la contraseña- para reunificarnos en el hombre primordial completo.
Como mito fundante es tan hermoso que hasta dan ganas de ser humano.
A. Manrique
abril 2009
Fuente:
http://reiki.org.ar/aportes/hombresimbolo.htm
Esta asociación proviene de una antigua costumbre semítica e indoeuropea de romper en pedazos una cerámica o un hueso de animal. Este quiebre daba una forma específica de encastre que era imposible de reproducir, y sólo el trozo que encajaba exacto en otro era el que daba cuenta de la contraseña permitiendo al poseedor acceder a determinado lugar (al igual que en la actualidad usamos una contraseña asociada a un nombre para abrir un correo electrónico).
Cada uno de esos trozos se llamaba símbolo.
Esta idea fue utilizada por Platón en “El Banquete” para narrar el mito del hermafrodita originario. Ese hombre primordial tenía 4 brazos, 4 piernas, 2 cabezas, ambos sexos, y era tan orgulloso que no respetaba a los dioses (es decir el plano superior de la existencia). Por tal motivo Zeus lo partió en mitades y desde entonces cada uno de nosotros somos el símbolo de un humano completo, representando por analogía al hombre actual como un ser escindido, símbolo de una perdida totalidad originaria. Pero no es el símbolo la reunión de las partes sino el representante de lo que no se ve.
Por este motivo el pensamiento tradicional entiende el símbolo como una hiero-fanía. “Hiero” significa sagrado, “fanía” significa manifestación, o sea, manifestación de lo sagrado como representación de una realidad que excede lo humano en tanto no ha sido creada por el hombre.
Una de las confusiones occidentales más comunes es la de asimilar símbolo a signo cuando las diferencias son considerables. F. de Saussure -en su lingüística- se ocupó concienzudamente del tema, todo lo cual podemos resumirlo en: el signo denota, el símbolo connota. Es decir, el signo-palabra “cuchara” refiere a un objeto concreto particular perceptible a simple vista, pertenece a una lógica unisémica, alude siempre a una sola cosa. El símbolo en cambio es analógico y polisémico, opera por analogía y refiere a muchas cosas posibles.
Tomemos por ejemplo la imagen de un cielo estrellado.
El unisémico cielo estrellado de la meteorología es sólo un fondo negro con puntos plateados y visibilidad del tanto por ciento. El polisémico cielo estrellado del símbolo -como representación de lo superior, lo trascendente- sobrecoge porque hay allí una experiencia que además de la razón compromete la emoción produciendo una transignificación. El cielo sígnico sigue ahí, pero el simbólico se superpone despertando en nosotros no sabemos precisamente qué, pero un sentimiento que abre una puerta hacia otro plano de significación y alude al misterio de lo que escapa a la comprensión humana.
Merced a esta propiedad analógica el símbolo se convirtió en el lenguaje del pensamiento tradicional, dado que no depende de una convención inherente a una cultura dada sino que está en relación a la analogía de lo que representa.
El corazón por ejemplo, es algo esencial en cualquier ser vivo, distribuye el alimento a todas las células y está ubicado en posición central, por tanto no es necesario que una cultura le trasmita a otra su importancia.
En ese sentido se comprende que distintas tradiciones de distintas épocas utilicen los mismos símbolos y arriben a universos simbólicos semejantes, simplemente porque allí opera la analogía.
El pensamiento analógico es común a todas las tradiciones antiguas e ingresó a Occidente moderno de la mano del hermetismo.
La llamada “mayor matriz de analogías” se halla en la famosa “Tabla de Esmeralda”, atribuida a Hermes Trimegisto y encontrada por Alberto Magno durante la baja Edad Media. Se trata de un texto de apenas 12 renglones, supuestamente egipcio, escrito en griego, traducido al latín, luego al árabe y otra vez al latín, cuyo eje es la Malandrina que dice textualmente: “sicut superius, inferius” (como es arriba es abajo), aludiendo a la correspondencia del macro y el microcosmos.
Hay implícito en él una forma de pensamiento que remite siempre a un universo de niveles en el cual está integrado el hombre, cuya única meta real consiste en transitar el camino de regreso al estado de completud que representaba simbólicamente Platón. Pero ese regreso no se produce por azar ni gracia sino mediante el trabajo sobre sí mismo. La fórmula hermética dice textualmente: “el que se conoce a sí mismo se busca a sí mismo” aludiendo al sentido de completud, aquel que sabe que es más que un cuerpo busca el resto, ese resto es lo escindido de sí tras la simbólica caída del estado primordial de integración.
Este hombre primordial es un elemento simbólico que muchos científicos occidentales han confundido con el hombre primitivo y en consecuencia negado. El problema ha resultado a instancias de mezclar los registros cronológico y jerárquico como si se tratara de lo mismo. El hombre primitivo es cronológico, puede datarse temporalmente en un sitio y tiempo dados acorde tal o cual fósil hallado, el hombre primordial es en cambio jerárquico, un símbolo, una representación de sus potencialidades innatas.
Este hombre primordial está presente en todas las tradiciones y en todas ellas reúne idénticas características: tiene en sí mismo todas las facultades desarrolladas y armonizadas, pudiendo de esta manera tener una visión simultánea y completa de toda la realidad.
En el libro “El puesto del hombre en el cosmos” (1928) Max Scheler dice que preguntándole a un occidental contemporáneo “¿qué es un ser humano?” invariablemente se obtienen tres respuestas: 1- La concepción teológica (una creación de Dios a su imagen y semejanza), 2- la concepción filosófica, (el aristotélico “el hombre es un animal racional”), 3- la concepción darwiniana, (el hombre es una evolución de los primates).
La antigüedad en cambio no tenía separación entre religión, filosofía y ciencia.
“El que se conoce a sí mismo se busca a sí mismo”, alude entonces a aquel hombre que -aún aquí y ahora- tiene la percepción y la decisión de hacer lo necesario para abrir plenamente su emoción, su razón y su instinto, porque un hombre completo es el que está lo suficientemente despierto como para poder ver al mismo tiempo la realidad emocional, instintiva, y práctica.
El hermetismo se propone como camino para lograrlo, pero no mediante la pura fe sino mediante el estudio y la comprensión profunda de las complejas realidades coexistentes en la realidad cotidiana.
En realidad en todas las tradiciones del mundo aparece la misma idea de “camino”, y es que quizá todas tengan la misma raíz. La tradición India lo llama “mārga” (camino), la japonesa “do” (sendero) el budismo “yāna” (vehículo), y Occidente “método” (del griego méthodos, que significa -otra vez- “camino”).
Tenemos entonces que todas las tradiciones hablan de un método, que como tal implica un conocimiento y una práctica, pero en diferendo con nuestra modernidad las doctrinas tradicionales anteponen la acción al conocimiento. No es útil ni válido para ellas lo que nosotros llamamos conocimiento teórico o universitario, allí se trata de poner el cuerpo, comprometerse en la acción para lograr el conocimiento transformador. Como dato revelador de la universalidad de este concepto podemos recordar por ejemplo que el Buda histórico dice que todo es experiencia y la experiencia es algo a lo que sólo puede accederse mediante la práctica de la acción.
Retornando al hermetismo podemos resumir entonces que hermetista es aquel que a través de su práctica sostenida llega a comprender experiencialmente la acción de las energías sutiles sobre lo físico y viceversa.
Elifas Lévi nos cuenta que el juramento mágico que se hace en las órdenes esotéricas es: “interpretaré todo hecho de mi vida como un asunto entre Dios y yo”, lo cual significa que entenderé cada suceso que ocurra en mi vida como una manifestación de algo que el universo está diciéndome a mí. No se rata de solipsismo, los otros existen, pero absolutamente nada de lo que me suceda es culpa de ellos -que están en su propio camino- sino puro diálogo entre el universo y yo. Esta visión tan opuesta a la occidental, incluye como prioritarias las dimensiones de la acción y la responsabilidad.
El filólogo francés Isaac Casobon logró establecer -a principios del siglo XVII- que los textos herméticos fueron escritos durante el siglo II DC, situando la Antigüedad tardía como marco donde surge el hermetismo escrito, no obstante no se ha conseguido rastrear fuera de toda duda el verdadero marco cronológico que dio origen a la visión hermética del mundo, pudiendo apreciarse la tradición egipcia muy claramente en el hermetismo griego, su inserción en el gnosticismo, y su indeleble influencia en el cristianismo originario.
El Renacimiento intentó expandir el hermetismo a todo Occidente, pero las instituciones ortodoxas lo combatieron con fuego y tortura, lo cual forzó a sus practicantes a cerrarse en logias secretas y conservarlo como pensamiento esotérico, es decir hacia adentro de las agrupaciones.
Para Michael Foucault fue el siglo XVII el que dio origen al nacimiento del sujeto escindido en Occidente. Si bien la individualidad naturalmente ya existía como tal y se había manifestado en el sofismo griego, la entronización del individuo aislado en tanto sujeto particular es característica específica de la Modernidad.
Naturalmente no es casual que la Grecia en la que Protágoras enuncia su conocida frase “El hombre es la medida de todas las cosas”, es la que gesta la democracia ateniense -una democracia exclusiva para nobles- cuyo corpus ideático será reeditado en la Modernidad occidental del siglo XVII y reafirmado en la Ilustración del siglo XVIII.
Ese pensamiento es diametralmente diferente del llamado pensamiento tradicional, ya se trate del pensamiento hermético, el pitagórico, el chino, el hindú, el gnóstico, el cabalístico, el alquimístico. Aún exhibiendo diferencias de método entre ellos, todos coinciden en que el hombre es un ser que debe armonizar con un cosmos que no ha creado él, y para lograrlo debe aprender de ese cosmos secretos que no se dan en la inmediatez sino que van transmitiéndose mediante una enseñanza que a partir de la Modernidad es obligada a ocultarse en doctrinas secretas. No se trata de una elección por el oscurantismo, sino de una necesidad frente al momento de la historia de Occidente en que ese pensamiento deja de ser el de la oficialidad académica y científica.
En ese tránsito del pensamiento tradicional al pensamiento occidental moderno se pierde la dimensión simbólica, cuando se pasa de la alquimia a la química no se suma sino que se resta. No se trata de que los alquimistas fueran pésimos químicos que confundían el plomo con la plata sino por el contrario, eran excelentes químicos que -además de conocer las relaciones científicas de los elementos- les reconocían su contenido simbólico.
Cuando estudiaban la plata o el plomo podían experimentar el hecho de que algunos de sus sentimientos fueran sintónicos con una o el otro. La plata portaba en sí la representación simbólica de la Luna y por tanto tenía que ver con todo lo ligero que puede dar movimiento, el plomo en cambio representaba a Saturno, lo pesado, lo denso. Cuando un alquimista trabajaba los elementos, mediante las representaciones simbólicas de cada uno de ellos se estudiaba a sí mismo. Platón lo explica en su “Timeo” diciendo: “hay que partir de la naturaleza del cosmos a la del ser humano, y de la del ser humano a la del cosmos”, lo cual podemos traducir como: estudiando ciertas cosas dentro de uno mismo puede entenderse al cosmos, y entendiendo ciertas cosas del cosmos puede entenderse a uno mismo. “Sicut superius, inferius”, es el principio de analogía.
Hay que agregar aún que para el pensamiento tradicional -al igual que para Carl Jung- los arquetipos existen independientemente del hombre en un nivel energético sutil, el hombre no produce ideas sino que las capta conectándose con ellas. En esta concepción platonismo y hermetismo tienen la misma matriz de pensamiento, por lo cual se habla de platonismo y neoplatonismo como paralelos al hermetismo y gnosticismo.
El Corpus hermeticum, el Génesis, los upanishad, el árbol de la vida, los sefirots, hablan por igual del hombre primordial -el ser humano creado a imagen y semejanza, el Adam Cadmondt- como el ser integrado que posee una dimensión instintiva, una emocional, y una espiritual. En todas las tradiciones el hombre primordial es un paradigma posible hacia el cual hay que tender, un símbolo que nos guía en el camino del conocimiento.
En la antigüedad egipcia se encuentra la palabra “maat”, en la griega “dike”, en la china “tao”, en la americana precolombina “uacampanca”,y globalmente en todos los universos antropológicos culturales premodernos tiene consistencia la idea de un orden cósmico al que ser humano tiene que ajustarse, un universo que no fue creado por el hombre y donde el hombre no es el centro como pretende el Renacimiento.
Dice Eliphas Lévi en el libro “Dogma y ritual de la alta magia”:
“A través del velo de todas las alegorías hieráticas de los antiguos dogmas, a través de las tinieblas y de las bizarras pruebas de todas las iniciaciones, bajo el sello de todas las escrituras sagradas, las ruinas de Nínive o de Tebas, sobre las carcomidas piedras de los antiguos templos y sobre la ennegrecida faz de las esfinges de Asiria o Egipto, en las monstruosas o maravillosas pinturas que traducen para los creyentes las páginas sagradas de los Vedas, en los extraños emblemas de nuestros antiguos libros de alquimia, en las ceremonias de recepción practicadas por todas las sociedades secretas, se encuentran las huellas de una misma doctrina y en todas partes cuidadosamente oculta. La filosofía oculta es la nodriza de todas las religiones, la palanca secreta de todas las fuerzas intelectuales, la llave de todas las oscuridades divinas y la reina absoluta del poder social”.
Elifas Lévi y Papus (maestro de René Guénon) fueron los más importantes exponentes de lo que el siglo XIX llamó “ocultismo”, y por propiedad transitiva “tradición hermética”.
Es destacable el hecho de que este autor expone la misma concepción tradicional que Giordano Bruno, Pico della Mirandola, Marsilio Ficino y Cornelio Agrippa, pero en el siglo XIX. “Dogma y ritual de la alta magia” explica -además de los sistemas de pensamiento tradicional- cómo y por qué la iglesia de Roma persiguió y quemó a “los magos” acotando que:
“Sin embargo, en el fondo de la magia hay ciencia, y un estudio serio de la magia y de la cábala conducirá a los espíritus serios a la conciliación, considerada hasta el presente imposible, entre la ciencia y el dogma, entre la razón y la fe”.
Nos habla también de la tradición hermética y la alquimia como sistemas que han dejado sus huellas en la línea denominada catena aurea (la cadena de oro), que en otras tradiciones se llama simplemente cadena de transmisión. Para Lévi esta cadena se remonta a Hermes como contemporáneo de Moisés, y sigue por Zoroastro, Pitágoras, Platón, Cristo, Apuleyo, para llegar hasta nosotros envuelta en un secreto obligado por el peligro de tortura y muerte en Occidente.
Al respecto es oportuno recordar las palabras de Guénon cuando se preguntaba: “¿qué quedó en Occidente, verdaderamente tradicional? En el catolicismo quedaron los gestos, pero no la transmisión viva, quedaron símbolos, pero no quedó una iniciación viviente”.
En el hermetismo todo es símbolo y analogía, hasta el nombre de su mítico -y simbólico- autor: Hermes Trimegisto, nombre que no perteneció a una persona de carne y hueso sino a una línea iniciática y sincrética de conocimiento.
Hermes era el mensajero dios griego, que los egipcios llamaban Tot y los latinos Mercurio. Tri-megistos significa “el tres veces grande”, etimológica y simbólicamente pariente del “mégistos óphis”, la gran serpiente del Génesis, Mefistófeles para nosotros. Ambos nombres remiten ineludiblemente a polisemias tradicionales a las que se agrega el “Tri” en referencia a la división jerárquica de la cual parte todo sistema de pensamiento tradicional: un universo de tres niveles.
Como curiosidad podemos recordar la confusión que Occidente tiene aún respecto al Edipo de Sófocles, identificando la mencionada esfinge de Tebas con la cronológica esfinge de la cronológica Tebas griega, sin tomar en cuenta que hubo una esfinge egipcia en una Tebas egipcia.
La existencia de estos paralelismos podría confundir razonablemente a un lego, pero nunca a nadie que conozca -aunque sea someramente- los sistemas de pensamiento tradicional.
El dato que aclara de cuál Tebas se trata está en el enigma mismo que la esfinge le plantea a Edipo: “¿cuál es aquel ser, cuya voz es única, que en la mañana tiene cuatro pies, al mediodía tiene dos pies y en el crepúsculo tiene tres pies y cuantos más pies tiene menor es su fuerza vital?” y Edipo responde: “es el hombre”.
Occidente ve allí el signo unisémico y entiende que el hombre camina en cuatro pies cuando es niño y gatea, en dos cuando adulto, y en tres -con bastón- cuando envejece, pero olvida la referencia a la fuerza vital siendo que el niño es el que más tiene y el enigma dice que debería tener menos dado que en ese período sus pies son cuatro.
La respuesta de Edipo alude claramente al simbolismo hermético en el cual el hombre transita desde un inicial estado cuaternario (simbólicamente lo material), hacia la mente dual (la mente escindida), y llega a la transformación que es el tres (la integración del espíritu, la emoción y el instinto).
El hermetismo entonces nos habla analógicamente de un macrocosmos que existe en tres niveles, y un hombre microcósmico que existe en tres niveles.
“El que tiene tres puede ver el tres” dice Hermes, el ser “trino” es completo y puede acceder a la constitución triádica del Universo, porque el que tiene cuerpo, alma y espíritu despiertos, puede ver el cuerpo, el alma y el espíritu del Universo.
Por último, en “La tradición hermética” Evola dice que todas las formas simbólicas del planeta son legados del Hermes Trimegisto egipcio, no del Egipto cronológico histórico sino del Egipto jerárquico mítico que sería el mencionado en el Génesis 6, el cual narra que inmediatamente antes del diluvio universal vinieron los Bene Eloim -hijos de Eloim, es decir ángeles- con un objetivo que olvidaron al enamorarse de las hijas del hombre, y decidieron quedarse a hacer el amor con ellas.
El libro de Enoc también refiere esta idea de “ángeles caídos”, y Hermes Trismegisto -en su carácter de “intermediario”- sería el equivalente pagano de lo que en el semitismo son los ángeles. Podríamos asimilarlo también al Eros de “El Banquete” de Platón, intermediario que une los tres mundos,
Podríamos quedarnos entonces con la idea de que el conocimiento del símbolo nos fue dado por aquellos que vinieron a nuestro mundo, y les gustamos tanto que se quedaron para amar y recordarnos que nosotros mismos somos un símbolo, y poseemos en nosotros mismos el súm.bolom -la contraseña- para reunificarnos en el hombre primordial completo.
Como mito fundante es tan hermoso que hasta dan ganas de ser humano.
A. Manrique
abril 2009
Fuente:
http://reiki.org.ar/aportes/hombresimbolo.htm
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