13 septiembre, 2010

Sarmiento y la Masonería

Mucho se habla y muy poco se conoce sobre qué es la Masonería. No menos discutida es la relación de los próceres argentinos y latinoamericanos con esa Institución.

Para los no iniciados, hay que decir brevemente que la Masonería se define como “una sociedad fraternal”, cuyas raíces se hunden en la noche de la historia. Este tipo de sociedades ya se conocían en Egipto, en Grecia y hasta en la Roma de los Césares. Eran iniciáticas, ritualistas, graduales (con grados), simbólicas y herméticas.
Brevemente dicho, esto quiere decir que el ingreso a las mismas se hacía mediante un rito de iniciación y según el grado (de allí graduales). La Masonería se basa en reglas de la construcción, por eso sus símbolos más representativos son la regla y la plomada. Fueron los constructores de las grandes catedrales medioevales que se agrupaban en logias o círculos cerrados (herméticos) que guardaban celosamente el secreto de cómo levantaban esos edificios.
Pasado ese tiempo (Medioevo), las logias se convirtieron en simbólica, esto es, dedicadas a levantar el Gran Templo Moral. A partir de esa conversión, las logias trabajan en tres niveles: Aprendiz, Compañero y Maestro. Entre estos últimos, existen grados de perfeccionamiento, y en el caso de Latinoamérica donde el rito más difundido es el Escosés Antiguo y Aceptado, el grado más alto es el 33.
Si bien este resumen adolece de más y profundas consideraciones, basta para ubicar al lego en la cuestión y avanzar en lo que es la médula de este artículo, tal es la relación de los hombres de la historia con la Masonería; auscultación siempre excesivamente pretendida. Pero se tiene generalmente por aceptado que en su mayoría pertenecieron a la Gran Logia de la Argentina, fundada en 1857, y cuyo primer Gran Maestro fue el Dr. Roque Pérez. Desde Urquiza, se dice que catorce presidentes formaron en esa Logia, de los cuales cuatro (Pellegrini, Mitre, Sarmiento y el propio Urquiza) ostentaron el grado de Gran Maestro. Sólo Mitre llegó a ser además Gran Comendador. Domingo Faustino Sarmiento alcanzó el grado 33, pero el cargo de Gran Comendador.
La historiadora Patricia Pasquali, en un lúcido trabajo, menciona el ingreso de Sarmiento en la Orden en 1854 durante su estancia en Chile, en la Logia Unión Fraternal, para luego suscribirse a la Unión del Plata Nº 1, donde ejercía como Orador. Dice Pasquali que luego “el sanjuanino ostentaba el grado 14 o Rosacruz, a nombre de la Logia Confraternidad Argentina Nº 2, al primer Soberano Gran Comendador y Gran Maestre del flamante Oriente Argentino, Dr. José Roque Pérez, en la que identifica a la "moderna caridad masónica" con la propagación de la educación; su posterior ascenso al grado 33 junto con Mitre, Derqui, Urquiza y Gelly y Obes”.
En ocasión del viaje de Sarmiento a los Estados Unidos en 1864, recibe el nombramiento de Representante ante los Supremos Consejos y Grandes Logias para la celebración de tratados de amistad y reconocimiento, que le vale el establecimiento de influyentes contactos con personalidades notables, incluyendo el obsequio de una condecoración masónica de parte del Presidente Johson.
Si bien el derrotero masónico de Sarmiento es más largo y profuso, únicamente consignaremos en el presente su conocido discurso pronunciado durante el banquete que los hermanos masones le ofrecieran con motivo de su asenso a la Presidencia de la República, el 29 de setiembre de 1868, cuyos párrafos más salientes son los siguientes, y bastan para dejar en claro tanto su relación con la Orden como los fines de la Institución. Dijo Sarmiento entonces:
“Al manifestar mi profunda gratitud por el sentimiento que nos reúne aquí hoy día, para darme pública muestra de simpatías, me creo en el deber de expresar francamente mi respeto, mi adhesión a los vínculos que nos reúnen a todos en nuestra sociedad de hermanos.
Llamado por el voto de los pueblos a desempeñar la primera magistratura de una República, que es por mayoría de culto católico, necesito tranquilizar a los timoratos que ven en nuestra institución una amenaza a las creencias religiosas.
Si la masonería ha sido instituida para destruir el culto católico, desde ahora declaro que yo no soy masón.
Declaro, además, que habiendo sido elevado a los más altos grados conjuntamente con mis hermanos los generales Mitre y Urquiza, por el voto unánime del Consejo de Venerables Hermanos, si tales designios se ocultan, aun a los más altos grados de la masonería, esta es la ocasión de manifestar que, o hemos sido engañados miserablemente, o no existen tales designios, ni tales propósitos. Y yo afirmo solemnemente, que no existen, porque no han podido existir, porque los desmiente la composición misma de esta grande y universal confraternidad.
Hay millones de masones protestantes y si el designio de la institución fuera atacar las creencias religiosas, esos millones de protestantes estarían conspirando contra el protestantismo y a favor por tanto, del catolicismo, de cuya comunidad están separados.
No debo disimular que S.S. el Sumo Pontífice se ha pronunciado en contra de estas sociedades. Con el debido respeto a las opiniones del Jefe de la Iglesia, debo hacer ciertas salvedades que tranquilizarán los espíritus.
Hay muchos puntos que no son de dogma, en que sin dejar de ser apostólicos romanos, los pueblos y los gobiernos cristianos pueden diferir de opiniones con la Santa Sede. Citaré algunos.
En el famoso Syllabus, S.S. declaró que no reconocía como doctrina sana ni principio legítimo, la soberanía popular.
Bien. Si hemos de aceptar esta doctrina papal, nosotros pertenecemos de derecho a la Corona de España.
Pero tranquilizaos. Podemos ser cristianos y muy católicos, teniendo por base de nuestro gobierno la soberanía popular.
El Syllabus se declara abiertamente contra la libertad de conciencia y la libertad del pensamiento humano. Pero el que redactó el Syllabus se guardaría muy bien de excomulgar de la comunidad católica a las naciones cuyas instituciones están fundadas sobre la libertad del pensamiento humano, por miedo de quedarse solo en el mundo con el Syllabus en la mano.
Por lo que a nosotros respecta, tenemos por fortuna el Patronato de las iglesias de América que hace al Jefe de Estado tutor, curador y defensor de los cristianos que están bajo el imperio de nuestras leyes, contra toda imposición que no esté de acuerdo con nuestras instituciones fundamentales.
El presidente de la República debe ser, por la Constitución, católico, apostólico, romano, como el rey de Inglaterra debe ser protestante, católico, anglicano. Este requisito impone a ambos gobiernos sostener el culto respectivo y proceder lealmente para favorecerlo en todos sus legítimos objetos. Este será mi deber, y lo llenaré cumplidamente.
(…)
La libertad de conciencia es no sólo declarada piedra angular de nuestra Constitución, sino que es una de las más grandes conquistas de la especie humana. Digo más, la grande conquista por excelencia, pues de ella emana la emancipación del pensamiento que ha sometido las leyes de la creación al dominio del hombre.
Hay más todavía. El gobierno civil se ha instituido para asegurar el libre desarrollo de las facultades humanas, para dar tiempo a que la razón pública se desenvuelva y corrija sus errores a fin de que la utopía de hoy, sea la realidad de mañana. Si por tanto, hay una minoría de la población, y digo más, un solo hombre, que difiera honradamente y sinceramente del sentimiento de la mayoría, el derecho lo protege, con tal que no pretenda violar las leyes, sino modificarlas, modificando la opinión de los encargados constitucionalmente de hacerlas, pues para ese fin, para la protección de su pensamiento se ha construido el edificio de la Constitución; porque para él son las garantías establecidas por esa Constitución.
(…)
¿Habrá de decirse, como algunos piensan, que esta asociación fue útil en la Edad Media, para defenderse contra las tiranías y superflua hoy, que la libertad garante todas las aspiraciones legítimas? Pero aún quedan dividiendo a los hombres, la tiranía de las lenguas diversas que les impiden comunicarse, la tiranía de las creencias diversas que los extrañan entre sí; la tiranía de las nacionalidades que los agrupan en campos hostiles; la tiranía de las opiniones y de los partidos que los hacen pueblos distintos en un mismo pueblo; y mientras tanto, en Inglaterra o en Entre Ríos, a un protestante, o a un cuákero, al francés o al italiano, al unitario o al federal, no se necesita más que aventurar un apretón de manos, para hacerse comprender simpáticamente, si no habla nuestra lengua; hacerse tolerar, si no creemos todo lo que él cree; hacer al menos que no nos ahorque, si no somos del mismo partido. ¿Es mala una institución semejante?
Y veamos sus efectos en nuestra vida íntima.
¿Era falso el dinero que los masones mandaron a Mendoza, en auxilio de los que escaparon del temblor? Son ineficaces sus esfuerzos, sus caridades, para remediar cuanta dolencia, cuanta miseria aflige a los desvalidos? ¿No merecen ni gratitud, ni estimación estos socorros? Y sin embargo, el Evangelio ha establecido expresamente lo contrario en la sublime parábola del Samaritano. El Samaritano, si no era el protestante del judaísmo, convendrán nuestros detractores, porque nosotros no lo aceptamos nunca, que los masones son los Samaritanos del Evangelio, de quien por su caridad era, según la palabra de Jesús, el prójimo la humanidad. Estos son los beneficios exteriores de la masonería.
(…)
Ella ha enseñado a ejercer la caridad que esta prescripta por el Divino Maestro, pero limitada a función sacerdotal. La masonería en esto realizaba el espíritu y el fundamento del cristianismo: “Amad al prójimo, como a ti mismo”.
Los masones profesan el amor al prójimo, sin distinción de nacionalidad, de creencias y de gobierno, y practican lo que profesan en toda ocasión y lugar.
Hechas estas manifestaciones, para que no se crea que disimulo mis creencias, tengo el deber de anunciar a mis hermanos, que de hoy en adelante, me considero desligado de toda práctica o sujeción a estas sociedades.
Llamado a desempeñar altas funciones públicas, ningún motivo personal ha de desviarme del cumplimiento de los deberes que me son impuestos; simple ciudadano, volveré un día a ayudaros en vuestras filantrópicas tareas, esperando desde ahora que por los beneficios hechos, habréis continuado conquistando la estimación pública; y por vuestra abstención de tomar como corporación parte de las cuestiones políticas o religiosas que concurrieren, logréis disipar las preocupaciones de los que por no conocer vuestros estatutos, no os consideran como el más firme apoyo de los buenos gobiernos, el más saludable ejemplo de la práctica de las virtudes cristianas, y los más caritativos amigos del que sufre.



Por Joaquín Achával


Fuente: http://www.elintransigente.com/notas/2010/9/10/sarmiento-masoneria-55189.asp