LAICIDAD Y MASONERÍA
¿Qué tiene que ver en realidad la idea de laicidad con el método masónico como método de construcción personal? ¿No se trata en realidad de un concepto de orden político ajeno por lo tanto a la metáfora masónica? No es en realidad la laicidad una bandera política entre otras, respecto de la cual la Masonería como institución no tiene más que quedar al margen?.
Creo que podemos descubrir con un pequeño esfuerzo hermenéutico que hay un entendimiento de la laicidad que emparenta este concepto con la función mediadora propia del método masónico. Hay algo en la laicidad tal y como venimos a proponerla, un hilo conductor que la engarza simbólicamente con el dios Hermes, dios de las encrucijadas y caminos, del diálogo y del comercio, del intercambio y la mediación. Según esta tesis la laicidad no es sino una simple trasposición al ámbito de la Civitas de los mismos mecanismos de comunicación y sociabilidad que rigen en el seno de la Logia.
El principio de mediación forma parte de la masonería constitucionalmente y el mismo se puede deducir de las mismas Constituciones de Anderson cuando en la sociedad fragmentada y traumatizada por los conflictos religiosos y políticos de la época propone la idea de la Logia como Centro de la Unión entre personas que de no ser por la masonería nunca se hubieran conocido, reconociéndose colectivamente en aquella religión de la buena voluntad y las buenas obras en la que todos los hombres están de acuerdo dejando para cada uno sus opiniones particulares. En ese momento Anderson está estableciendo un principio de mediación que pude proclamarse como principio general, según el cual cuando se produce una situación de desencuentro o de comunicación antagonista el principio masónico propone «ir mas allá» de los términos en los que se produce ese desencuentro o ese antagonismo y construir un nuevo marco de referencia en el que las partes puedan reconocerse. Cuanclo los mundos simbólicos y de sentido en presencia colisionan es preciso realizar una metáfora común que permita compartir un nuevo lenguaje, en el cual y sin perjuicio de que cada uno pueda mantener fidelidad a su viejo lenguaje se dé sin embargo la posibilidad de una acción comunicativa. Según la fórmula de Anderson esa experiencia de comunicación si se vive genuinamente tiene por sí misma capacidad para transformar a todos los que participan en la comunicación. Cuando la comunicación tiene la intensidad necesaria puede provocar un verdadero efecto de "fusión de horizontes", transformando así la prospectiva con la que cada uno de los comunicantes consideraba anteriormente su propia posición en la comunicación y por ende la de las demás partes ¿Cómo puede ser que la palabra tenga esa virtualidad?. La Logia puede tener esa capacidad porque es un lugar de encuentro y encontrarnos, de verdad, con otros seres humanos es una experiencia que no nos deja indiferentes sino que está grávida de consecuencias. Puede aplicarse al encuentro en Logia y a la comunicación que puede surgir en su seno el mismo lúcido y asombrado razonamiento que le dedica Theodore Zeldin a la experiencia de la conversación como una aventura en la que juntos los seres humanos nos preparamos para hacer del mundo un lugar menos amargo: «La cosa parece imposible en tanto que creemos que el mundo está gobernado por fuerzas económicas y políticas irresistibles, que los seres humanos no somos en última instancia sino animales, que la historia no es más que una larga lucha por la supervivencia y supremacía. Si todo fuera así, no podríamos cambiar gran cosa pero yo veo el mundo de otra forma; para mí, está constituido de individuos en busca de un compañero, de un amante, de un gurú, de un dios. Los sucesos más importantes, aquellos que cambian la vida, son los encuentros entre los individuos. Algunos se decepcionan, renuncian a buscar y, se vuelven cínicos. Pero otros continúan su búsqueda de nuevos encuentros».
La Logia y el método masónico con sus rituales, sus compromisos de reserva y privacidad, su pacto de tolerancia... todo lo que constituye la peculiaridad de la sociabilidad masónica está orientado a crear un lugar de encuentro propicio entre personas que de no ser por la masonería se hubieran ignorado, personas que no son en realidad espontáneamente afines, que no participan necesariamente de una misma visión de la vida, ni de una religión común o de un compromiso político idéntico, quizá tampoco tengan una común identidad generacional o social, y sin embargo esas personas llegan a tratarse con confianza y a escucharse con respeto. No se trata de un simple lugar físico, aunque el encuentro se escenifique regularmente en el lugar donde radica la Logia, el espacio de encuentro que la Logia representa es un lugar moral que tiende a reproducirse en la vida de cada uno de nosotros como un marco de relación siempre posible, como un hábito mental que nos lleva a actuar en clave de fratría, ensayando siempre que nos es posible el mismo método de comunicación cooperativa. ¿Cuál es la fórmula para que eso sea posible y no termine necesariamente en un galimatías? (aunque a veces puede terminar así). Ahí entra en acción el principio masónico: Dada una situación en términos de comunicación antagónica o de desencuentro sólo cabe reconstruir la comunicación y hacer posible un reencuentro sin excluir a ninguna de las partes si es posible crear un metalenguaje que se coloque más allá de los términos dados.
En las Constituciones de Anderson ese metalenguaje es precisamente la metáfora constructiva.
La metáfora masónica de la construcción es el lenguaje que hizo y sigue haciendo posible representar los ejes esenciales de la vida humana, tanto social como colectiva como una matriz de sentido compartible por todos aquellos que al menos tienen en común el impulso constructivo. Se trata de una metáfora feliz que simpatiza con una gran cantidad de seres humanos, que, de una manera u otra, poseen germinalrnente ese impulso constructivo. No es casualidad que la metáfora de la construcción goce cultural y psicológicamente de una pregnancia intensa, de una simpatía espontánea. El hombre es un ser constructivo.
LA LAICIDAD COMO DISCURSO DE LA CIUDADANÍA
En el ámbito de la Civitas las cosas no se plantean desde luego de la misma manera que en la Logia, los desacuerdos y antagonismos tienen una magnitud y una intensidad muy diferente, la sociabilidad política no es un pacto espontáneo y libremente escogido sino que es una circunstancia vital que nos viene impuesta, pero aún así y más allá de todas esas diferencias hay una trasposición posible entre la acción comunicativa en el seno de la Logia y esa misma acción en el ámbito de la sociedad política. Esa trasposición tiene por mi parte un carácter especulativo, pero explica por otro lado la histórica vinculación de la Masonería en todos los países latinos con el concepto de laicidad y da a esa explicación un sentido también simbólico.
La laicidad tiene, no es otra cosa, que la propuesta de la ciudadanía como marco de relación exclusivo en todo lo referente ala organización del poder político y hacer así de la amistad civil que nace de esa conciudadanía el lazo de fraternidad que sostiene la libertad y la igualdad. La laicidad es la voluntad de construir un lenguaje en el cual nos podamos entender políticamente, supone la necesidad de separar el lenguaje político de los otros, supone el esfuerzo de definir antes de empezar a hablar de un marco de diálogo para todos.
Entre nosotros siempre se ha identificado el laicismo con una posición clásica de anticlericalismo y fobia a «lo sagrado» quizá por el enorme peso social y político que las posiciones clericales y teocráticas han tenido en nuestra historia, pero llegado este tiempo «post-moderno» entiendo que es preciso recuperar el sentido primigenio del laicismo como regla convivencial, depurándolo de connotaciones doctrinarias legítimas pero conceptualmente ajenas al mismo, en línea con lo que dice Salvador Pániker: «La idea de un mundo profano, de un cosmos desacralizado, "desmusicalizado", es un invento reciente -e ilusorio- del espíritu humano; es el gran equívoco de la tan traída y llevada modernidad. Bien está que el aparato estatal se haga laico, que se genere una ética civil y que la enseñanza se emancipe de las iglesias. Pero eso en nada tiene que ver con el supuesto "desencantamiento" del mundo (...). Es precisamente el logos, y no el mito, el que nos devuelve a una realidad infinitamente misteriosa, velada, terrible y fascinante».
El concepto de laicidad como idea política y constitucional y su correspondiente denominación laicismo para señalar al partidario de la laicidad tiene efectivamente su origen en Francia, y en algunas de sus formulaciones está muy condicionado por su origen francés, por sus antecedentes históricos con más o menos fundamento enraizados en la Revolución Francesa, por su desarrollo en el marco del debate entre clericales y anticlericales en el contexto político del siglo XIX bajo la constitución de la III República. Esta connotación tan francesa no afecta a mi juicio al núcleo esencial de la idea de la que pueden encontrarse ecos otras tradiciones jurídicas o en el famoso debate entre liberales y comunitaristas protagonizado por autores como Rawls y su famosa «posición original» y sus críticos Sandel, Maclntyre. Sólo los aspectos más adjetivos del debate pueden reducirse al escenario francés, aspectos del concepto en los que muchas veces se contunden cosas muy dispares haciendo de él algo heteróclito e inútil y además difícil de proyectar al marco del derecho y de las instituciones de la Unión Europea. Creo por ello que es imprescindible rescatar el núcleo eficiente de laicidad, aquello que lo hace valioso y nos permite reconsiderar los fundamentos de todo lo político liberándolo de aquellas adherencias que perjudican la claridad conceptual del mismo.
A mi juicio la verdadera virtualidad de la laicidad no se reduce a un debate entre clericales y anticlericales (debate por otro lado siempre interesante) sino que consiste en algo mucho más valioso y de más calado político, a saber: pretender un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, para llegar así a establecer un poder público al servicio de los ciudadanos personalmente considerados y en su condición de tales y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa.
Conforme a ese propósito laico el centro y fundamento de lo político, no es por lo tanto ninguna esencia colectiva, ni el «ius sanguinis», ni la adhesión a una fe revelada por muy verdadera que ésta sea, ni por supuesto la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia sino la realización material y moral de un ideal de convivencia: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
La cuestión a tratar es, partiendo del reconocimiento de la consustancialidad comunitaria del individuo cómo dar a la comunidad lo que es suyo salvando al mismo tiempo el proyecto de un poder societario que garantice la autonomía del individuo no sólo frente al poder político mismo sino incluso ¡rente a los requerimientos posesivos de su propia comunidad.
Esta pregunta no es sino una formulación específica, ad hoc para penetrar en el problema de la laicidad, de aquellas cuestiones con las que Rawls comienza su propio trabajo de construcción del concepto de liberalismo político:
1) ¿Cuál es la concepción más adecuada de la justicia para establecer los términos equitativos de la cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, y considerados como miembros plenamente cooperativos de la sociedad durante toda su vida, desde una generación hasta la siguiente?
2) ¿Cuáles son los fundamentos de la tolerancia dado el hecho del pluralismo razonable como resultado inevitable de las instituciones libres?
3) ¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?
No es consustancial al laicismo -como movimiento ideológico partidario de la laicidad- propugnar el combate contra ninguna forma de religiosidad o de pertenencia colectiva considerada como tal, pero sí defender la autonomía y la independencia de las instituciones políticas y del pensamiento ético público --moralidad pública o virtud política- respecto de cualquier estructura pertenencia¡ o confesional, rechazando la sumisión directa o indirecta de lo político a lo confesional o a lo simplemente étnico o tradicional. La laicidad, tal y como pretendemos definirla, no propone una ética personal completa, ni aporta respuestas morales particulares-es decir personales sobre cuestiones concretas como el aborto, la homosexualidad, el divorcio o la eutanasia, sino que permite la existencia de una reflexión estrictamente política sobre esos y otros temas y garantiza la existencia de un marco de autonomía individual libre de toda sumisión heterónoma, en el que el individuo, la conciencia personal de cada uno, pueda optar libremente, con el mayor conocimiento de causa que sea posible, sobre las diferentes alternativas morales, espirituales o filosóficas que en cada caso se le presenten. La laicidad garantiza la autenticidad de la opción personal, no su acierto.
Esa opción será la que en cada caso cada individuo elija, convencional, tradicional, ortodoxa o herética, pero siempre válida -auténtica- desde un punto de vista laico si se adopta libremente y si esa opción no compromete la libertad de los demás ni la existencia misma de la sociedad como un orden posible de cooperación entre individuos, libres, iguales y solidarios.
La racionalidad de la laicidad es, de un lado, conforme a una racionalidad teleológica práctica, y viene a considerar que la finalidad del poder político es esencialmente arbitral, dirigida a permitir la búsqueda de la felicidad personal conforme al derecho de cada uno a seguir sus propias luces en la medida en que la consecuencia de esa búsqueda no haga imposible la búsqueda de los demás y conforme al propósito de mantener la paz entre los hombres (Hobbes, Rousseau.....) considera que la mejor posición para poder realizar esa función es precisamente la de neutralidad respecto de aquellas cuestiones que no sean estrictamente necesarias para la ordenación de la vida de los individuos y para la prosperidad de la "civitas".
La laicidad como alternativa puramente política es en esencia una regla de procedimiento pero también se conecta con valores de reconocimiento por cuanto que no puede entenderse una política de libertad sin valores, pero esos valores que le son propios tienen también un carácter regulativo.
La laicidad exige la existencia de un marco axiológico común, no conclusivo, pero de la máxima importancia prescriptiva, precisamente por su carácter de mínimo.
La democracia laica no es simplemente un régimen político de mayorías, la Res Pública, lo que en Francia viene a llamarse el pacto republicano, y en España el pacto constitucional, no viene definido simplemente por la regla de las mayorías, aunque es evidente la importancia de esa regla, pero como dice Yves Roucaute en su libro La República contra la Democracia también las mayorías pueden asesinar el régimen de libertades.
La laicidad se trata de un concepto de carácter formal y regulativo, atinente, de un lado al modo de organizar y entender de una manera independiente las relaciones entre las instituciones políticas y las diferentes pertenencias individuales, no sólo religiosas, sino también étnicas y comunitarias, así como respecto de cualquier otra estructura de poder espiritual, comunidad exclusivamente civil, es decir ciudadano, en torno a los derechos y deberes que garantizan nuestra autonomía como individuos en nuestra relación con el poder político, cualquiera que sean nuestras otras identidades.
En cierto modo la laicidad es un lenguaje artificioso porque es fruto de un esfuerzo de consideración lo más separada posible de la esfera de lo político respecto de las demás esteras de lo colectivo, pero también el pensamiento científico, el derecho, o la civilización son en última instancia artificiosidades para hacer mejor y más humana la vida.
JAVIER OTAOLA
Creo que podemos descubrir con un pequeño esfuerzo hermenéutico que hay un entendimiento de la laicidad que emparenta este concepto con la función mediadora propia del método masónico. Hay algo en la laicidad tal y como venimos a proponerla, un hilo conductor que la engarza simbólicamente con el dios Hermes, dios de las encrucijadas y caminos, del diálogo y del comercio, del intercambio y la mediación. Según esta tesis la laicidad no es sino una simple trasposición al ámbito de la Civitas de los mismos mecanismos de comunicación y sociabilidad que rigen en el seno de la Logia.
El principio de mediación forma parte de la masonería constitucionalmente y el mismo se puede deducir de las mismas Constituciones de Anderson cuando en la sociedad fragmentada y traumatizada por los conflictos religiosos y políticos de la época propone la idea de la Logia como Centro de la Unión entre personas que de no ser por la masonería nunca se hubieran conocido, reconociéndose colectivamente en aquella religión de la buena voluntad y las buenas obras en la que todos los hombres están de acuerdo dejando para cada uno sus opiniones particulares. En ese momento Anderson está estableciendo un principio de mediación que pude proclamarse como principio general, según el cual cuando se produce una situación de desencuentro o de comunicación antagonista el principio masónico propone «ir mas allá» de los términos en los que se produce ese desencuentro o ese antagonismo y construir un nuevo marco de referencia en el que las partes puedan reconocerse. Cuanclo los mundos simbólicos y de sentido en presencia colisionan es preciso realizar una metáfora común que permita compartir un nuevo lenguaje, en el cual y sin perjuicio de que cada uno pueda mantener fidelidad a su viejo lenguaje se dé sin embargo la posibilidad de una acción comunicativa. Según la fórmula de Anderson esa experiencia de comunicación si se vive genuinamente tiene por sí misma capacidad para transformar a todos los que participan en la comunicación. Cuando la comunicación tiene la intensidad necesaria puede provocar un verdadero efecto de "fusión de horizontes", transformando así la prospectiva con la que cada uno de los comunicantes consideraba anteriormente su propia posición en la comunicación y por ende la de las demás partes ¿Cómo puede ser que la palabra tenga esa virtualidad?. La Logia puede tener esa capacidad porque es un lugar de encuentro y encontrarnos, de verdad, con otros seres humanos es una experiencia que no nos deja indiferentes sino que está grávida de consecuencias. Puede aplicarse al encuentro en Logia y a la comunicación que puede surgir en su seno el mismo lúcido y asombrado razonamiento que le dedica Theodore Zeldin a la experiencia de la conversación como una aventura en la que juntos los seres humanos nos preparamos para hacer del mundo un lugar menos amargo: «La cosa parece imposible en tanto que creemos que el mundo está gobernado por fuerzas económicas y políticas irresistibles, que los seres humanos no somos en última instancia sino animales, que la historia no es más que una larga lucha por la supervivencia y supremacía. Si todo fuera así, no podríamos cambiar gran cosa pero yo veo el mundo de otra forma; para mí, está constituido de individuos en busca de un compañero, de un amante, de un gurú, de un dios. Los sucesos más importantes, aquellos que cambian la vida, son los encuentros entre los individuos. Algunos se decepcionan, renuncian a buscar y, se vuelven cínicos. Pero otros continúan su búsqueda de nuevos encuentros».
La Logia y el método masónico con sus rituales, sus compromisos de reserva y privacidad, su pacto de tolerancia... todo lo que constituye la peculiaridad de la sociabilidad masónica está orientado a crear un lugar de encuentro propicio entre personas que de no ser por la masonería se hubieran ignorado, personas que no son en realidad espontáneamente afines, que no participan necesariamente de una misma visión de la vida, ni de una religión común o de un compromiso político idéntico, quizá tampoco tengan una común identidad generacional o social, y sin embargo esas personas llegan a tratarse con confianza y a escucharse con respeto. No se trata de un simple lugar físico, aunque el encuentro se escenifique regularmente en el lugar donde radica la Logia, el espacio de encuentro que la Logia representa es un lugar moral que tiende a reproducirse en la vida de cada uno de nosotros como un marco de relación siempre posible, como un hábito mental que nos lleva a actuar en clave de fratría, ensayando siempre que nos es posible el mismo método de comunicación cooperativa. ¿Cuál es la fórmula para que eso sea posible y no termine necesariamente en un galimatías? (aunque a veces puede terminar así). Ahí entra en acción el principio masónico: Dada una situación en términos de comunicación antagónica o de desencuentro sólo cabe reconstruir la comunicación y hacer posible un reencuentro sin excluir a ninguna de las partes si es posible crear un metalenguaje que se coloque más allá de los términos dados.
En las Constituciones de Anderson ese metalenguaje es precisamente la metáfora constructiva.
La metáfora masónica de la construcción es el lenguaje que hizo y sigue haciendo posible representar los ejes esenciales de la vida humana, tanto social como colectiva como una matriz de sentido compartible por todos aquellos que al menos tienen en común el impulso constructivo. Se trata de una metáfora feliz que simpatiza con una gran cantidad de seres humanos, que, de una manera u otra, poseen germinalrnente ese impulso constructivo. No es casualidad que la metáfora de la construcción goce cultural y psicológicamente de una pregnancia intensa, de una simpatía espontánea. El hombre es un ser constructivo.
LA LAICIDAD COMO DISCURSO DE LA CIUDADANÍA
En el ámbito de la Civitas las cosas no se plantean desde luego de la misma manera que en la Logia, los desacuerdos y antagonismos tienen una magnitud y una intensidad muy diferente, la sociabilidad política no es un pacto espontáneo y libremente escogido sino que es una circunstancia vital que nos viene impuesta, pero aún así y más allá de todas esas diferencias hay una trasposición posible entre la acción comunicativa en el seno de la Logia y esa misma acción en el ámbito de la sociedad política. Esa trasposición tiene por mi parte un carácter especulativo, pero explica por otro lado la histórica vinculación de la Masonería en todos los países latinos con el concepto de laicidad y da a esa explicación un sentido también simbólico.
La laicidad tiene, no es otra cosa, que la propuesta de la ciudadanía como marco de relación exclusivo en todo lo referente ala organización del poder político y hacer así de la amistad civil que nace de esa conciudadanía el lazo de fraternidad que sostiene la libertad y la igualdad. La laicidad es la voluntad de construir un lenguaje en el cual nos podamos entender políticamente, supone la necesidad de separar el lenguaje político de los otros, supone el esfuerzo de definir antes de empezar a hablar de un marco de diálogo para todos.
Entre nosotros siempre se ha identificado el laicismo con una posición clásica de anticlericalismo y fobia a «lo sagrado» quizá por el enorme peso social y político que las posiciones clericales y teocráticas han tenido en nuestra historia, pero llegado este tiempo «post-moderno» entiendo que es preciso recuperar el sentido primigenio del laicismo como regla convivencial, depurándolo de connotaciones doctrinarias legítimas pero conceptualmente ajenas al mismo, en línea con lo que dice Salvador Pániker: «La idea de un mundo profano, de un cosmos desacralizado, "desmusicalizado", es un invento reciente -e ilusorio- del espíritu humano; es el gran equívoco de la tan traída y llevada modernidad. Bien está que el aparato estatal se haga laico, que se genere una ética civil y que la enseñanza se emancipe de las iglesias. Pero eso en nada tiene que ver con el supuesto "desencantamiento" del mundo (...). Es precisamente el logos, y no el mito, el que nos devuelve a una realidad infinitamente misteriosa, velada, terrible y fascinante».
El concepto de laicidad como idea política y constitucional y su correspondiente denominación laicismo para señalar al partidario de la laicidad tiene efectivamente su origen en Francia, y en algunas de sus formulaciones está muy condicionado por su origen francés, por sus antecedentes históricos con más o menos fundamento enraizados en la Revolución Francesa, por su desarrollo en el marco del debate entre clericales y anticlericales en el contexto político del siglo XIX bajo la constitución de la III República. Esta connotación tan francesa no afecta a mi juicio al núcleo esencial de la idea de la que pueden encontrarse ecos otras tradiciones jurídicas o en el famoso debate entre liberales y comunitaristas protagonizado por autores como Rawls y su famosa «posición original» y sus críticos Sandel, Maclntyre. Sólo los aspectos más adjetivos del debate pueden reducirse al escenario francés, aspectos del concepto en los que muchas veces se contunden cosas muy dispares haciendo de él algo heteróclito e inútil y además difícil de proyectar al marco del derecho y de las instituciones de la Unión Europea. Creo por ello que es imprescindible rescatar el núcleo eficiente de laicidad, aquello que lo hace valioso y nos permite reconsiderar los fundamentos de todo lo político liberándolo de aquellas adherencias que perjudican la claridad conceptual del mismo.
A mi juicio la verdadera virtualidad de la laicidad no se reduce a un debate entre clericales y anticlericales (debate por otro lado siempre interesante) sino que consiste en algo mucho más valioso y de más calado político, a saber: pretender un orden político que no se limite a ser una mera exaltación o celebración de la comunidad sobre la que se funda, para llegar así a establecer un poder público al servicio de los ciudadanos personalmente considerados y en su condición de tales y no tanto en función de su identidad nacionalitaria, étnica, de clase o religiosa.
Conforme a ese propósito laico el centro y fundamento de lo político, no es por lo tanto ninguna esencia colectiva, ni el «ius sanguinis», ni la adhesión a una fe revelada por muy verdadera que ésta sea, ni por supuesto la gloria de una dinastía o la hegemonía de una etnia sino la realización material y moral de un ideal de convivencia: Libertad, Igualdad, Fraternidad.
La cuestión a tratar es, partiendo del reconocimiento de la consustancialidad comunitaria del individuo cómo dar a la comunidad lo que es suyo salvando al mismo tiempo el proyecto de un poder societario que garantice la autonomía del individuo no sólo frente al poder político mismo sino incluso ¡rente a los requerimientos posesivos de su propia comunidad.
Esta pregunta no es sino una formulación específica, ad hoc para penetrar en el problema de la laicidad, de aquellas cuestiones con las que Rawls comienza su propio trabajo de construcción del concepto de liberalismo político:
1) ¿Cuál es la concepción más adecuada de la justicia para establecer los términos equitativos de la cooperación social entre ciudadanos considerados libres e iguales, y considerados como miembros plenamente cooperativos de la sociedad durante toda su vida, desde una generación hasta la siguiente?
2) ¿Cuáles son los fundamentos de la tolerancia dado el hecho del pluralismo razonable como resultado inevitable de las instituciones libres?
3) ¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?
No es consustancial al laicismo -como movimiento ideológico partidario de la laicidad- propugnar el combate contra ninguna forma de religiosidad o de pertenencia colectiva considerada como tal, pero sí defender la autonomía y la independencia de las instituciones políticas y del pensamiento ético público --moralidad pública o virtud política- respecto de cualquier estructura pertenencia¡ o confesional, rechazando la sumisión directa o indirecta de lo político a lo confesional o a lo simplemente étnico o tradicional. La laicidad, tal y como pretendemos definirla, no propone una ética personal completa, ni aporta respuestas morales particulares-es decir personales sobre cuestiones concretas como el aborto, la homosexualidad, el divorcio o la eutanasia, sino que permite la existencia de una reflexión estrictamente política sobre esos y otros temas y garantiza la existencia de un marco de autonomía individual libre de toda sumisión heterónoma, en el que el individuo, la conciencia personal de cada uno, pueda optar libremente, con el mayor conocimiento de causa que sea posible, sobre las diferentes alternativas morales, espirituales o filosóficas que en cada caso se le presenten. La laicidad garantiza la autenticidad de la opción personal, no su acierto.
Esa opción será la que en cada caso cada individuo elija, convencional, tradicional, ortodoxa o herética, pero siempre válida -auténtica- desde un punto de vista laico si se adopta libremente y si esa opción no compromete la libertad de los demás ni la existencia misma de la sociedad como un orden posible de cooperación entre individuos, libres, iguales y solidarios.
La racionalidad de la laicidad es, de un lado, conforme a una racionalidad teleológica práctica, y viene a considerar que la finalidad del poder político es esencialmente arbitral, dirigida a permitir la búsqueda de la felicidad personal conforme al derecho de cada uno a seguir sus propias luces en la medida en que la consecuencia de esa búsqueda no haga imposible la búsqueda de los demás y conforme al propósito de mantener la paz entre los hombres (Hobbes, Rousseau.....) considera que la mejor posición para poder realizar esa función es precisamente la de neutralidad respecto de aquellas cuestiones que no sean estrictamente necesarias para la ordenación de la vida de los individuos y para la prosperidad de la "civitas".
La laicidad como alternativa puramente política es en esencia una regla de procedimiento pero también se conecta con valores de reconocimiento por cuanto que no puede entenderse una política de libertad sin valores, pero esos valores que le son propios tienen también un carácter regulativo.
La laicidad exige la existencia de un marco axiológico común, no conclusivo, pero de la máxima importancia prescriptiva, precisamente por su carácter de mínimo.
La democracia laica no es simplemente un régimen político de mayorías, la Res Pública, lo que en Francia viene a llamarse el pacto republicano, y en España el pacto constitucional, no viene definido simplemente por la regla de las mayorías, aunque es evidente la importancia de esa regla, pero como dice Yves Roucaute en su libro La República contra la Democracia también las mayorías pueden asesinar el régimen de libertades.
La laicidad se trata de un concepto de carácter formal y regulativo, atinente, de un lado al modo de organizar y entender de una manera independiente las relaciones entre las instituciones políticas y las diferentes pertenencias individuales, no sólo religiosas, sino también étnicas y comunitarias, así como respecto de cualquier otra estructura de poder espiritual, comunidad exclusivamente civil, es decir ciudadano, en torno a los derechos y deberes que garantizan nuestra autonomía como individuos en nuestra relación con el poder político, cualquiera que sean nuestras otras identidades.
En cierto modo la laicidad es un lenguaje artificioso porque es fruto de un esfuerzo de consideración lo más separada posible de la esfera de lo político respecto de las demás esteras de lo colectivo, pero también el pensamiento científico, el derecho, o la civilización son en última instancia artificiosidades para hacer mejor y más humana la vida.
JAVIER OTAOLA
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