Hoy hace 215 años falleció Mozart
FERNANDO ALONSO TRECEÑO
El 5 de diciembre de 1791 moría en plena juventud creadora un talento de máxima envergadura, un genio de genios, un enviado de las estrellas: Wolfgang Amadeus Mozart, el amado de los dioses.
Desde el mismo instante de su muerte se convirtió en una leyenda viva: amó la vida y la música, sintió en sus carnes el dolor por la pérdida de cuatro de sus hijos; fue envidiado, incomprendido, deseado. Buscó el conocimiento desde el primer sollozo de la cuna; su música llega al corazón. Los niños le aman, le veneran, hablan su mismo idioma. A pesar de miles de libros escritos aún se desconoce lo esencial de su alma. Nadie estuvo tan cerca de los ángeles como él.
Mozart conoció la soledad del que habita en las alturas, la indiferencia de los que no entienden, el rencor de los que no llegan ni alcanzan. Tuvo que ganarse la vida para dar de comer a su familia. Aunque no les dio ningún valor, jamás dudó de sus dotes extraordinarias venidas de las estrellas. Salzburgo no le dio importancia en su día: hoy vive gracias a su leyenda interminable. Viena fue el corazón donde se estableció para enseñar a las generaciones venideras que un niño, cuando habla, siempre tiene algo bueno que decir. París le grabó en su alma el recuerdo de la muerte de su madre en una ciudad extraña.
Se entregó en cuerpo entero al gran arquitecto del universo: es el masón más famoso de la historia. Por su pertenencia a la logia, un sacerdote se negó a darle la extremaunción. Por culpa del mal tiempo imperante y una lluvia pertinaz, nadie sabe dónde está enterrado: fue tirado a una fosa común como el más vil de los mortales. El gran maestro Joseph Haydn, autor del himno oficial alemán, dijo de él: «Os lo digo ante Dios, con la mayor sinceridad, vuestro hijo es el más grande de los compositores que yo haya conocido, en persona o de nombre».
Quien escucha una vez a este gran compositor ya no puede prescindir de su compañía. Su música penetra en el corazón con una suavidad transformadora, deposita en cada célula humana el rocío de una espuma que sabe a verdad y contento.
En el doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento, su nombre evoca eternidad, destila esperanza, siembra ganas de vivir. Mozart nunca decepciona, alegra el momento, crea magia, es ese refugio seguro que nos da oxígeno cuando todo parece contaminado, a punto de perecer. Si tuviera que ir a un lugar solitario en el último rincón de la Tierra, su música me daría alas para sonreír, estaría encantado de gozar a solas con su sana presencia. Le amo porque suena a verdad, le respeto porque me hace soñar, le adoro porque me enseñó lo que un hombre sólo necesita en esta vida para ser feliz y estar a bien consigo mismo: humildad, sinceridad y honradez.
Es un amigo de verdad: por eso le quiero y le defiendo a capa y espada allí por donde voy. Sus melodías curan, su ritmo embriaga y entusiasma, sus silencios hablan. Cuando le escucho creo estar oyendo a un ángel que me habla; cuando oigo pronunciar su nombre mis ojos, sin hacer nada para lograrlo, ganan un brillo especial en la mirada. Si no hubiera nacido, el mundo sería más pobre; le faltaría algo esencial. Su existencia eleva la condición humana, la pone en una feliz disposición para recibir el premio ejemplar del universo: la mano milagrosa que salva. Demostró que los milagros existen, están a la orden del día. Lo que hizo casi nadie lo puede igualar: conservar a perpetuidad la imagen del niño eterno.
Mozart sabe a perfume de infancia, suena a regalo de Navidad, destila honores de realeza auténtica, crea sueños de inmortalidad.
El niño que no muere nunca jamás podrá olvidar su nombre. Desde donde está compone sin cesar las alegrías que todos necesitamos para poder vivir sin molestar. Su ángel de la guarda no nos abandona nunca: conoce bien, a la perfección, que una sola nota suya nos hace más falta que todo el oro del mundo.
Una vez dijo a su querido e inolvidable padre: «Yo no puedo escribir en verso, no soy un poeta. No puedo distribuir las frases de un modo artístico, de modo que puedan producir sombras y luces, no soy un pintor. No puedo tampoco expresar con signos y una pantomima mis sentimientos y mis pensamientos, no soy un bailarín. Pero puedo hacerlo con los sonidos: soy músico».
Ha sido, es y será el más grande músico de la historia, el más sublime poeta del corazón, el que hace llorar de alegría, el que convierte la vida gris y aburrida en sol centelleante de claridad y hermosura. Gracias a Mozart la vida es un viaje feliz hacia la eternidad. El que va en su camino encuentra piedras que cantan y estrellas que brillan en la mañana.
Fuente: http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pNumEjemplar=1479&pIdSeccion=36&pIdNoticia=470002
El 5 de diciembre de 1791 moría en plena juventud creadora un talento de máxima envergadura, un genio de genios, un enviado de las estrellas: Wolfgang Amadeus Mozart, el amado de los dioses.
Desde el mismo instante de su muerte se convirtió en una leyenda viva: amó la vida y la música, sintió en sus carnes el dolor por la pérdida de cuatro de sus hijos; fue envidiado, incomprendido, deseado. Buscó el conocimiento desde el primer sollozo de la cuna; su música llega al corazón. Los niños le aman, le veneran, hablan su mismo idioma. A pesar de miles de libros escritos aún se desconoce lo esencial de su alma. Nadie estuvo tan cerca de los ángeles como él.
Mozart conoció la soledad del que habita en las alturas, la indiferencia de los que no entienden, el rencor de los que no llegan ni alcanzan. Tuvo que ganarse la vida para dar de comer a su familia. Aunque no les dio ningún valor, jamás dudó de sus dotes extraordinarias venidas de las estrellas. Salzburgo no le dio importancia en su día: hoy vive gracias a su leyenda interminable. Viena fue el corazón donde se estableció para enseñar a las generaciones venideras que un niño, cuando habla, siempre tiene algo bueno que decir. París le grabó en su alma el recuerdo de la muerte de su madre en una ciudad extraña.
Se entregó en cuerpo entero al gran arquitecto del universo: es el masón más famoso de la historia. Por su pertenencia a la logia, un sacerdote se negó a darle la extremaunción. Por culpa del mal tiempo imperante y una lluvia pertinaz, nadie sabe dónde está enterrado: fue tirado a una fosa común como el más vil de los mortales. El gran maestro Joseph Haydn, autor del himno oficial alemán, dijo de él: «Os lo digo ante Dios, con la mayor sinceridad, vuestro hijo es el más grande de los compositores que yo haya conocido, en persona o de nombre».
Quien escucha una vez a este gran compositor ya no puede prescindir de su compañía. Su música penetra en el corazón con una suavidad transformadora, deposita en cada célula humana el rocío de una espuma que sabe a verdad y contento.
En el doscientos cincuenta aniversario de su nacimiento, su nombre evoca eternidad, destila esperanza, siembra ganas de vivir. Mozart nunca decepciona, alegra el momento, crea magia, es ese refugio seguro que nos da oxígeno cuando todo parece contaminado, a punto de perecer. Si tuviera que ir a un lugar solitario en el último rincón de la Tierra, su música me daría alas para sonreír, estaría encantado de gozar a solas con su sana presencia. Le amo porque suena a verdad, le respeto porque me hace soñar, le adoro porque me enseñó lo que un hombre sólo necesita en esta vida para ser feliz y estar a bien consigo mismo: humildad, sinceridad y honradez.
Es un amigo de verdad: por eso le quiero y le defiendo a capa y espada allí por donde voy. Sus melodías curan, su ritmo embriaga y entusiasma, sus silencios hablan. Cuando le escucho creo estar oyendo a un ángel que me habla; cuando oigo pronunciar su nombre mis ojos, sin hacer nada para lograrlo, ganan un brillo especial en la mirada. Si no hubiera nacido, el mundo sería más pobre; le faltaría algo esencial. Su existencia eleva la condición humana, la pone en una feliz disposición para recibir el premio ejemplar del universo: la mano milagrosa que salva. Demostró que los milagros existen, están a la orden del día. Lo que hizo casi nadie lo puede igualar: conservar a perpetuidad la imagen del niño eterno.
Mozart sabe a perfume de infancia, suena a regalo de Navidad, destila honores de realeza auténtica, crea sueños de inmortalidad.
El niño que no muere nunca jamás podrá olvidar su nombre. Desde donde está compone sin cesar las alegrías que todos necesitamos para poder vivir sin molestar. Su ángel de la guarda no nos abandona nunca: conoce bien, a la perfección, que una sola nota suya nos hace más falta que todo el oro del mundo.
Una vez dijo a su querido e inolvidable padre: «Yo no puedo escribir en verso, no soy un poeta. No puedo distribuir las frases de un modo artístico, de modo que puedan producir sombras y luces, no soy un pintor. No puedo tampoco expresar con signos y una pantomima mis sentimientos y mis pensamientos, no soy un bailarín. Pero puedo hacerlo con los sonidos: soy músico».
Ha sido, es y será el más grande músico de la historia, el más sublime poeta del corazón, el que hace llorar de alegría, el que convierte la vida gris y aburrida en sol centelleante de claridad y hermosura. Gracias a Mozart la vida es un viaje feliz hacia la eternidad. El que va en su camino encuentra piedras que cantan y estrellas que brillan en la mañana.
Fuente: http://www.lne.es/secciones/noticia.jsp?pNumEjemplar=1479&pIdSeccion=36&pIdNoticia=470002
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